Hola, bruji,
la ciudad
vieja de Praga, la interesante, desde un punto alto, por ejemplo
alguna de las torres que salpican la ciudad, es algo así como un mar
de color rojo, por la vivacidad de sus tejados sobre un fondo negro,
pues negras son las miles de callejuelas estrechas, y oscuras que lo
conforman. Negro también es su caótico y laberíntico barrio judío
(y negro me pone a mí que cobren entrada por entrar en su caótico
antiguo cementerio) pero teñido de rojo por la mucha sangre vertida
en la II Guerra Mundial. Negro el café que te ponen en las terrazas
frente al famoso reloj astronómico al lado de la plaza de la ciudad
vieja, y rojo de ira como te quedas cuando te cobran cerca de 10€
por él en un país con una renta per-cápita bastante baja. Además
tanto el rojo como el negro en todos los casos cobran más intensidad
por ese cielo casi eternamente lleno de nubarrones negros, lo que hay
que reconocer que le da a la ciudad muchísimo más encanto.
Aunque no
sea negra, en Praga tienes que disfrutar de una buena cerveza, de
hecho es la patria de las cervezas tipo pilsen, eso sí, salte del
centro más turístico y busca una tasca o un restaurante de los que
hay cruzando cualquiera de los dieciocho puentes que nos llevan a la
otra orilla de ese Moldava al que con tan buen gusto recreó
musicalmente Bedrich Smetana (impresionante el “Puente de Carlos”),
allí no encontraremos mucha amabilidad (bueno, en ningún lugar de
Praga), pero si cerveza y comida a precios razonables, más o menos
como los de España, aunque, como norma general, la hostelería es
cara y desplumar al turista es casi el deporte nacional. De todos
modos para comer bien y barato, la comida nacional son los perritos
calientes, sobre todo los de salchichas gigantes, y para degustarlos
hay miles de puestos por la calle.
En ese mismo
lado del río donde hay más bares, por cierto el barrio, que es un
pequeño laberinto muy romántico de cuestas empinadas y estrechas,
pero con rincones de muchísimo encanto, se llama Malá Strana, y
subiéndolo hasta lo alto, después de patear un buen rato, nos
llevará al castillo, precioso. Vistos el castillo y tomadas las
cervezas, ya no hay nada más que hacer aquí, así que volveremos a
cruzar el río por puente de Carlos, que mediada la tarde, cuando
empieza a oscurecer, es todo un mundo, con sus muchos puestos de
artesanía y con una miríada de artistas callejeros, así que nos
podremos quedar por allí un muy buen rato, aunque nos puedan asustar
un poco sus estatuas y su torre negra.
De vuelta en
la ciudad vieja, es imprescindible ir a una sesión del mundialmente
famoso Teatro Negro. Da igual la obra, simplemente quedaremos
extasiados con la magia que rebosa la representación, donde no hace
falta ni una sola palabra para contar una historia, y donde el
ingenio está al orden del día.
Finalmente,
siguiendo en la ciudad vieja, te queda por buscar un buen plano (te
los venden, además caros, sin preguntarte si lo quieres en los
puestos de cambio de moneda) para hacer una selección de monumentos
a visitar, que tendrá que ser muy precisa porque hay censados unos
dos mil... Y ¿la ciudad nueva? Pues como todas las ciudades nuevas,
salvo algo de arquitectura contemporánea, nada que hacer.
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